El regreso histórico de la Divina Pastora a su aldea tras diez años de ausencia

Cantillana vivió una jornada inolvidable desde la mañana hasta la tarde-noche, marcada por la devoción, la convivencia y la emoción de reencontrarse con su Madre en Los Pajares
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Foto: Cedida por Ángela González

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Ayer Cantillana amaneció distinta. Desde las primeras luces del día, la aldea de la Divina Pastora  (Los Pajares) comenzó a latir con un pulso especial, el de la espera cumplida tras diez largos años. El aire fresco de la mañana se llenaba de sonidos que anunciaban jornada grande: el tintinear de los arreos de los caballos, las ruedas de las carretas avanzando despacio, los rezos que se entrelazaban con cantes por sevillanas, el bullicio alegre de niños y mayores que sabían que vivirían un día histórico.

Desde muy temprano, familias enteras se congregaban en torno al Simpecado, acompañando a la Virgen en su camino hacia la aldea. Los más veteranos miraban con emoción contenida, recordando la última vez que la Pastora cruzó el río; los más jóvenes llevaban en sus ojos la ilusión del descubrimiento. El sol iba ganando altura mientras los romeros avanzaban, dejando tras de sí un reguero de cánticos, vivas y lágrimas.

El cruce del río fue uno de esos momentos que quedarán grabados para siempre en la memoria colectiva. El murmullo del agua, el reflejo del cielo sobre la superficie y el silencio respetuoso que precedía al paso de la Virgen se rompieron de golpe con una explosión de entusiasmo. Vivas que se alzaban al unísono, rostros empapados de lágrimas de emoción… la Pastora volvía a pisar la aldea después de una década, y nada pudo contener el torrente de sentimientos que desató su llegada.

Conforme la comitiva fue adentrándose en Los Pajares, la aldea comenzó a transformarse en un escenario de convivencia y fiesta. Las casas abrían sus puertas como si fueran brazos acogedores. Cada rincón era un encuentro, un abrazo, una charla que mezclaba recuerdos con risas.

A lo largo de la tarde, la ermita se convirtió en el centro neurálgico de la devoción. Allí la Virgen recibía un constante desfile de fieles que acudían a dejar flores, a rezar en silencio o a pronunciar promesas con voz entrecortada. La emoción era palpable en cada gesto: madres que alzaban a sus hijos para que la miraran de cerca, ancianos que entraban apoyados en bastones y que no podían contener las lágrimas, jóvenes que se detenían en silencio, sorprendidos por la fuerza de un sentimiento compartido.

Pero no todo era recogimiento. En las calles, la alegría se desbordaba. Los coros entonaban sevillanas dedicadas a la Pastora, guitarras sonaban de forma incesante, caballistas paseaban orgullosos y los trajes de flamenca llenaban de color cada esquina. Niños corrían de un lado a otro jugando, mientras los adultos se reunían en corros para cantar, brindar y celebrar. Las palmas marcando el compás y las risas que se escapaban de cada grupo componían un cuadro de vida plena.

A medida que la tarde avanzaba, el ambiente parecía querer detener el tiempo. El sol descendía despacio, bañando la aldea con tonos dorados que se reflejaban en las fachadas encaladas. La Pastora, en su altar, parecía brillar con mayor intensidad en ese juego de luces, mientras afuera se entrelazaban la fiesta y la oración, el baile y el recogimiento, la convivencia y la fe.

Con la llegada del atardecer, la aldea se preparaba para un nuevo cambio de ritmo. El bullicio festivo fue poco a poco transformándose en un murmullo más contenido, como preludio de la noche que traería consigo el Rosario. El cielo, cubría una escena que ya se intuía inolvidable: familias reunidas en torno a la Virgen, jóvenes bailando la música improvisada, mayores contemplando con los ojos humedecidos lo que nunca pensaron volver a vivir, y en el centro de todo, Ella, la Divina Pastora, dueña y señora de un día que ya ha quedado escrito  en la historia de Cantillana.

La tarde-noche se fue cerrando entre cantos, vítores y promesas, con la sensación unánime de que el pueblo había vuelto a abrazar a su Madre después de diez años de espera. Una espera que se rompió con una jornada llena de devoción, convivencia y alegría desbordada, que quedará grabada en el corazón de todos los que tuvieron la fortuna de vivirla.

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