Opinión: El arte sin alma, cuando la inteligencia artificial suplantó la creación humana

Generación de una portada con la IA "Chat GPT" // Imagen propia
En los últimos años, la inteligencia artificial se ha hecho con todos los rincones de la cultura. “Pinta” cuadros, “compone” canciones, “escribe” poemas y guiones. Muchos lo celebran, dicen que es un avance, e incluso he llegado a leer en redes sociales que es una democratización de la creatividad. Pero hay algo que nadie se pregunta: ¿Qué parte del arte consumimos cuando eliminamos el alma que lo crea?
El arte siempre ha sido un reflejo de la vivencia humana, aquello que nos diferencia entre nosotros y nos motiva a plasmarlo en un libro, un cuadro, una canción… etc. No solo muestra algo estético, o la técnica que tiene el autor, sino que trasmite emociones, contradicciones, heridas, pensamientos. Cada trazo, cada palabra, cada nota lleva intrínseca la historia de quien la creó. En cambio, una inteligencia artificial no siente, no sufre, no ama, no piensa; solo calcula. Lo que produce no es arte, sino una imitación de ello. Tiene forma, pero no fondo.
Nos dicen que la IA “aprende” de millones de obras, que “crea” a partir de ellas, pero esa capacidad de reproducir estilos no es creatividad; es copiar. El pintor que pasa años buscando su estilo, el escritor que borra y reescribe hasta reconocerse a sí mismo en una frase… todos ellos construyen un algo único, algo imposible de reducir a un algoritmo.
Además, que cada vez más y más gente use la IA generativa, desde fotos para mandar como broma a tu grupo de amigos a artistas de millones de seguidores que la utilizan para sus portadas y visuals, plantea algo que, quizás, no piensan: la sustitución del artista. Empresas y medios ya recurren a IA para producir música, ilustraciones o textos en masa, reduciendo el arte a un producto barato y desechable. Si lo importante es la rapidez y que el resultado quede bonito, ¿qué nos queda? ¿Qué valor tendrá el proceso creativo cuando se vuelva -casi- innecesario?
El arte no puede reducirse a una máquina que predice lo que queremos ver, pues su valor está, precisamente, en lo imprevisible, en lo imperfecto, en lo humano. Si dejamos que la inteligencia artificial dicte la estética del futuro, acabaremos construyendo una cultura del arte que se pueda ver “brillante” por fuera, pero que esté vacía y cueste aún más empatizar con la obra.
Con esto no se trata de rechazar la tecnología, ni siquiera la inteligencia artificial en sí, sino de poner límites. De recordar que el arte no necesita ser rápido, eficiente o viral, sino verdadero. Que cuatro garabatos hecho desde el corazón, con una intención, vale más que muchas imágenes generadas sin trasfondo. Porque lo que hace del arte algo trascendente no es su perfección, sino su humanidad.
Y eso, al menos por ahora, ninguna máquina puede replicarlo.











