Opinión: La Guerra por la educación

La retirada del castellano como “lengua vehicular” de la nueva ley educativa pone en evidencia los problemas para una enseñanza transversal en España
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Isabel Celaá, ministra de Educación. Fotografía | David Castro (El Periódico)

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Desde que arrancó la actual etapa democrática, cuatro leyes distintas han determinado la metodología educativa de este país. La LGE, heredada del Franquismo; la LOGSE y la LOE, ambas con gobierno socialistas; y la LOMCE, la actual, aprobada durante un mandato del Partido Popular.

Estas cuatro leyes (y otras dos que no llegaron a nacer), todas polémicas y controvertidas —lo son casi más las tres plenamente democráticas que la que recibimos de la Dictadura—, solo han tenido un denominador común: que ninguna de ellas fue de consenso parlamentario. Y parece que la nueva no va a ser una excepción.

Y es que para sustituir la LOMCE —aquella que diseñó aquel infame personaje del que nadie ya se acuerda, llamado José Ignacio Wert—, el Ejecutivo actual está desarrollando un nuevo régimen educativo. De momento, según lo anunciado por la ministra de Educación, Isabel Celaá, este será una reimplantación de la LOE, la que se aprobó en tiempos de Zapatero, con algunas modificaciones fruto de la negociación que llevan manteniendo los dos partidos de gobierno, PSOE y Podemos, con Esquerra Republicana.

Entre esas nuevas modificaciones, como la posibilidad de avanzar de curso sin importar el número de suspensos o la incorporación de la “Educación afectivo-sexual” y la “Memoria Democrática” ya desde Primaria, las cuales tampoco se libran de la polémica, la más llamativa es la que concierne a la “lengua vehicular”.

Y es que el articulado original, que incluía la noción de “el castellano y las lenguas cooficiales tienen la consideración de lenguas vehiculares”, pasa a ser sustituido por  “las administraciones educativas garantizarán el derecho de los alumnos y las alumnas a recibir enseñanzas en castellano y en las demás lenguas cooficiales en sus respectivos territorios, de conformidad con la Constitución española, los estatutos de autonomía y la normativa aplicable”, en clara concesión a la fuerza política independentista.

En ese sentido, la Constitución dicta tres postulados muy clarificadores en su tercer artículo: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”, “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” y “La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”.

Siempre ha sido un motivo de disputa la conjugación y la armonización de estas tres disposiciones en lo que a la educación se refiere, sobre todo desde que sus competencias fueran transferidas a las autonomías. El presunto uso adoctrinador que se hacía de las lenguas cooficiales en las regiones bilingües ha despertado todo tipo de suspicacias entre los que cuestionan ese modelo.

Es más, ya lo avisaba en los años 50 alguien tan poco sospechoso de ser un “peligroso ultra” , y esas cosas que se dicen, como Vicente Aleixandre, todo un Premio Nobel: “Los catalanes no se contentarán con publicar sus libros en catalán, lo que es enteramente justo, sino que en una nueva etapa, cuando llegue, si es que llega, la democracia, querrán que toda la enseñanza en Cataluña se dé en catalán, y el castellano quede completamente desplazado, y se estudie solo como un idioma más, como el francés. A esa desmembración lingüística me opondré siempre, como se opusieron Unamuno y Ortega en el Parlamento de la República”.

Desde el polo opuesto —los nacionalistas—, evidentemente, la visión es la contraria: “la inmersión lingüística es un forma de cohesión e integración social”, “hay que preservar las lenguas minoritarias”, “la que corre peligro de extinción es una lengua que hablan siete millones de personas, no una que la hablan 500 millones”…

Y entre medias, siempre quedaba el gobierno de turno, el cual iba tirando hacia un lado o hacia el otro en función de la necesidad aritmética coyuntural o no que requiriera para sacar adelante la iniciativa; es decir, en función de si tenían mayoría absoluta o si dependían de los pactos con los nacionalistas. En el caso actual, parece ser que se repetirá la segunda de las fórmulas.

Lo que sin embargo, y por desgracia, nunca se intentó fue establecer un gran acuerdo nacional para la educación que fuera lo más políticamente transversal posible y que integrara a todos los agentes responsables (alumnos, profesores, interventores,…). La educación y la enseñanza, seguramente los principales pilares de una democracia, se han ido convirtiendo también en otra batalla de la guerra partidista cuando siempre debió ser un punto de encuentro.

España es una realidad plurilingüe. También en educación. Y eso no es un peligro. Pero sí obliga a buscar y encontrar una ley que armonice todo ese patrimonio nacional, que es lo que en el fondo son las lenguas, sin pisotear unas u otras; para lo cual se requiere de forma indefectible un consenso que incluya a todos, no solo a unos pocos. ¿O es que se imaginan ustedes que Francia o el Reino Unido retiraran el francés o el inglés como su lengua vehicular para la educación solo por contentar a algunos?

Asegura Celaá que el Gobierno “tiene que velar por hacer que se cumpla, no sólo el derecho sino la obligación de que el alumnado adquiera, a largo de su paso por el sistema educativo obligatorio, altas competencias en castellano y en la lengua oficial de su comunidad autónoma”, escudándose; mientras que el PP ya anuncia una recogida de firmas contra la nueva ley, así como que la recurrirán al Constitucional. Más batalla partidista.

En fin, que tenemos otro capítulo más de esa Guerra por la educación. A este paso tendrá más episodios que Star Wars. Aunque por la incompetencia de unos y de otros, a los escolares, los principales damnificados por ella, más que “la fuerza”, lo que les acabará acompañando será la ignorancia —por algo estamos a la cabeza en tasa de abandono escolar en Europa—. O lo que es peor, el sectarismo. Y eso sí que es peligroso para una democracia.

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