Entre el polvo del tiempo y el aroma de la flor: un día en Lustau

Cartel de Lustau a la entrada de una de sus múltiples bodegas. / DM
Hay lugares que parecen hechos para las multitudes, para los carteles luminosos y las visitas multitudinarias. Y luego están las bodegas como Lustau, que no parecen construidas para exhibirse, sino para respirar. Su ritmo es otro: lento, hondo, casi subterráneo. Quizá por eso, cuando entré ayer en la bodega, tuve la sensación de haberme quedado atrás, como si me hubieran cerrado la puerta del presente sin darme cuenta. Dentro, la luz se mueve distinto: tropieza con las botas, se filtra en polvo flotante y termina dibujando un mapa silencioso de sombras. Todo ello en pleno corazón de Jerez de la Frontera, donde la historia del vino está tan incrustada en las calles como el albero pegado a las suelas.
Caminé hasta la bodega por la calle Arcos, que de por sí ya tiene un aire antiguo, como si hubiera visto pasar demasiadas cosas. Las fachadas encaladas, las puertas de madera, algún olor disperso a mosto y humedad… Todo indicaba que estaba cerca de algo importante. Cuando crucé el portón de Lustau, el aire cambió. Era más fresco, pero denso, como si por cada litro de oxígeno hubiera un recuerdo suspendido.
“Juanito” Mateos: El hombre que convierte una visita en un viaje
Nada más empezar, nos recibió Juan Mateos Arizón, director de Enoturismo del Grupo Caballero. Y no exagero si digo que fue él quien dio sentido a toda la experiencia. Hay guías que recitan fechas como si tuvieran un metrónomo en la cabeza; con Juan ocurre lo contrario. Habla como si estuviera recordando, no explicando. Tiene esa cercanía natural de la gente que conoce profundamente lo que cuenta y, al mismo tiempo, lo respeta.
Creció en una familia jerezana en la que el vino no era un tema de sobremesa, sino parte del día a día. Su padre era químico en bodegas, y él siempre lo vio llegar a casa con olor a barrica, a levadura, a ese mundo donde el tiempo se mide en botas y no en relojes. Aunque estudió Marketing y Gestión Comercial, el vino terminó llamándolo de vuelta. Pasó por Osborne y, en 2011, el Grupo Caballero lo fichó para dirigir el área de enoturismo. Desde entonces, ha trabajado para que lugares como Lustau o el Castillo de San Marcos no sean solo espacios atractivos, sino experiencias vivas.
Mientras caminábamos detrás de él, me di cuenta de que no estaba guiando una visita: estaba compartiendo una parte de su propia historia.

Juan Mateos, Director de Enoturismo del Grupo Caballero. / DM
Caminar dentro de un organismo vivo
A cada paso, el suelo emitía un crujido distinto, casi como si la propia bodega nos respondiera. Las naves se abrían una tras otra, en penumbras suaves, con techos altísimos que hacían que uno hablara más bajo sin que nadie se lo pidiera. Juan las llamó “catedrales del vino”. Yo pensé que era una metáfora bonita, pero allí dentro me pareció incluso una descripción escasa.
Las botas alineadas parecían animales dormidos. Cada una tenía marcas de tiza, pequeñas cicatrices, números que solo entiende quien trabaja allí dentro. El aire era fresco, húmedo, y tenía un olor que no sabría describir con precisión: algo entre madera vieja, uva pasa y un rastro salino que parecía venir del Atlántico. Era un olor que hace que respires más despacio.
Juan nos explicó el sistema de soleras y criaderas, ese mecanismo perfecto que permite que el pasado alimente al presente. Me pareció casi un poema: arriba los vinos jóvenes, abajo los viejos, y entre ambos un diálogo permanente. Nada es idéntico nunca; cada gota es memoria mezclada con renovación.
Mientras él hablaba, me sorprendí pensando que las bodegas tienen alma. No un alma mística, sino una especie de latido lento, fruto de la paciencia. Y quizá eso es lo que más impresiona: que allí dentro nada parece tener prisa por llegar a ninguna parte.

Barriles en el interior de las bodegas Lustau. / DM
La cata: un viaje más sensorial que técnico
La cata no fue un trámite, sino prácticamente una conversación. Juan no nos dijo “esto sabe a tal aroma”; nos invitó a descubrir lo que a cada uno le sugería. Y fue ahí cuando entendí que el vino, al final, es más memoria que sabor.
El fino me sorprendió. Esperaba una sequedad cortante, pero encontré algo más delicado: una especie de brisa marina en forma de vino. No sé si era el ambiente o la temperatura, pero tenía una limpieza que me hizo pensar en luz horizontal.
El amontillado, en cambio, era más introspectivo. Tenía la complejidad de algo que ha vivido mucho, que guarda historias distintas en cada sorbo. Me recordó a muebles antiguos, a libros que huelen a tiempo.
El oloroso era acogedor, casi doméstico, como una conversación larga en una sobremesa sin relojes. Y el Pedro Ximénez… ese vino es otro territorio. Oscuro, denso, meloso, casi un postre en sí mismo. Me supo a higos, a regaliz, a tardes de invierno, y también a cosas más emocionales que racionales. Fue el vino que más silencios provocó, como si todos necesitáramos unos segundos para procesarlo.

De izquierda a derecha: Manzanilla Papirusa, Manzanilla de Sanlúcar y Fino de Jerez. / DM
La salida a la luz, o cómo volver sin volver del todo
Al cruzar de nuevo el portón y salir a la calle Arcos, la luz me pareció casi agresiva después de tanta penumbra delicada. Caminé despacio, como quien regresa de un sitio donde el tiempo se mueve distinto. Me di cuenta de que llevaba el olor de la bodega pegado a la ropa y que no me molestaba en absoluto conservarlo.
Pensé en Juan. En su manera cercana de explicarlo todo, en cómo convertía los datos en relatos, en cómo hacía que uno sintiera que visitar Lustau no es aprender sobre vino, sino entender un ritmo de vida.

La luz exterior, demasiado joven después de habitar la sombra del vino. / DM

Periodista con experiencia en redacción. Mi objetivo es transmitir información de forma creativa, concisa y efectiva.
He trabajado previamente en ABC Castilla-La Mancha y en La Sexta.











