Opinión: La óptica de las malas noticias

Últimamente, la caja tonta de la televisión nos hace un mix de noticias que nos dejan a todos con la sopa fría ante la mesa del comedor: la región nororiental de Járkiv es bombardeada masivamente por el frente ruso —sorbemos la primera cucharada—, el Black Friday este año ha disparado en España las ventas online un 130% —vamos a por la segunda—, 700 nuevos civiles muertos tras el ataque israelí a Gaza—una cuchara más—, las comidas navideñas de empresas se adelantan este año al mes de noviembre —¡ojo, que te quedas sin sitio!—, 37 recién nacidos del hospital de Shifa mueren, por falta de incubadoras, helados sobre sus camitas.
En unos tiempos en los que ya todos nos hemos vacunado contra la sensibilidad y se nos hace normal escuchar en la cola de la frutería cómo una señora le contesta a otra un: «Anda calla, calla, no me enseñes esas cosas, que soy muy sensible», el mundo se nos presenta, como dirían los jóvenes de TikTok, de lo menos esquizofrénico. Nos intercalan verdaderas atrocidades en los telediarios con trivialidades del primer mundo, como si pudiesen compararse unas con las otras. Nuestros mayores problemas son encontrar sitio para la cena de empresa en el restaurante más bueno, más bonito y más barato; ser los primeros en pedir langostas para Nochebuena en nuestra marisquería de confianza; comprar o no el amigo invisible de nuestros cuñados. Desde luego, quien configura este mundo tiene doble vara de medir para las malas noticias.
En días como estos, conviene arrimarse a los abuelos y que esos niños de la posguerra nos pongan un poco los pies en la tierra en mitad de este mar de consumismo insano. El mío, entre la sorna, la retranca y la razón, alza estos días su voz frente a la del telediario y sentencia: «Sí, eso es, vayamos como fieras a comprar y comprar víveres hasta reventar, no vayamos a quedarnos sin comer estas Navidades…» El titular de televisión que alarma sobre la urgencia de preparar todas las compras de inmediato queda, de repente, minúsculo y ridículo ante la experiencia de un abuelo. «¿Sabes —prosigue el mío, nadie sabe si charlando con el locutor o con nosotros—? Yo he pasado las Navidades de mi infancia perdido en un cortijo pobre en mitad de la sierra. La tarde de Nochebuena, mi padre salía a cazar algún conejo y mi madre preparaba mientras tanto una sopa a base de agua y verduras, porque lo del conejo era solo cuestión de suerte, y pocas veces la había. Pero daba igual lo que cenáramos aquella noche. Daba igual que no tuviésemos cómo ir al pueblo para comprar un regalo. Lo único que era necesario en nuestras Navidades era que no faltaran mis padres, mis hermanos y mis primos en la mesa y poder ir de cortijo en cortijo a cantar villancicos con una pandereta. Pero… ¿qué es ahora la Navidad?
Sin ánimo ninguno de dar un discurso generacional moralizante —pues no cualquier tiempo pasado es necesariamente mejor—, tengo estos días la sensación de que pretendemos llenar nuestros vacíos, a menudo provocados por la sucesión infinita de malas noticias, con la impulsividad y el consumismo. Quizás, creamos que la solución a las atrocidades que acontecen en la otra cara del mundo es pidiendo por ellos a Papá Noél. Quizás, solo tenga yo la sensación de que estamos todos mirando hacia otro lado. Eso sí, más bonito, más festivo, más mágico. Que el espíritu navideño nos abra los ojos.

– Estudiante de Publicidad y RR.PP en Eusa.
– Escribiendo…