Obituario: Que D10S nos bendiga

Decía Carlos Gardel que siempre se sentía “muy feliz y satisfecho con el homenaje del pueblo. Porque es mi pueblo”. Aquel místico argentino, el paladín del tango, dejó trágicamente el mundo tras un accidente de avión, pero su bohemia genialidad y su forma de vivir fueron coronadas con el mayor logro que un hombre puede soñar: la adoración de la gente.
En ese sentido Diego Armando Maradona ha sido un reflejo de su admirado compatriota. Solo sabía vivir el presente. No le preocupaba el futuro y raramente se arrepentía del pasado —lo hizo solamente para enmendar el gran error de haber repudiado a un hijo durante 30 años—. Solo así se puede entender el desprecio que siempre mostró su salud, a pesar del ídolo de masas que significaba. Una irrefrenable adicción a las drogas lo ha ido debilitando hasta quedar una caricatura de sí mismo.
Pero sería tremendamente injusto quedarnos simplemente con el último Maradona, el que por desgracia ha conocido la generación de quien esto escribe. Les reconozco que yo, a mis 25 años, incluso he llegado a detestar al personaje. Solamente saltaba a los titulares por las polémicas y los escándalos. Que si le han grabado un vídeo a traición estando borracho, que si casi se desmaya en el palco en un partido, que si ha agredido a un periodista… ¿Cómo podía ser el mejor jugador de la historia un individuo tan tremendamente nocivo para los jóvenes?
Afortunadamente para el fútbol y la literatura yo no soy, y no creo que lo vaya a ser, el biógrafo del Pelusa, algo que ya hizo magistralmente Jimmy Burns. No sabría ser justo con él. Pero sí quienes disfrutaron de su magia.
La primera vez que recuerdo haberlo visto en televisión fue a raíz de una crisis cardíaca que casi se lleva su vida por delante en 2004. Entonces estaba tremendamente obeso, con un sobrepeso excesivo que le dificultaba hasta siquiera dar un paso. Le pregunté a mi padre: “papá, ¿tan bueno era Maradona?”. “El mejor que ha habido”, me respondió tajante.
Con el paso de los años ya conocí la trayectoria del genio. De cómo soñaba de niño con jugar un Mundial y ganarlo. De cómo lo masacró Gentile en el 82. De cómo le destrozó la pierna Goikoechea. De cómo gambeteó, como dicen los argentinos, a Juan José y salió aplaudido en el Bernabéu. De cómo se marchó a Napóles resignado por no haber conseguido triunfar en Barcelona. De cómo convirtió a un humilde equipo del sur de Italia en el campeón de la por entonces, con diferencia, mejor liga del mundo. De cómo llevó a Argentina a la cima del Olimpo en México 86. De cómo lloró desconsolado tras perder la final de Italia 90. De cómo volvió a España tras un primer positivo por cocaína. De cómo “le cortaron las piernas” por el segundo en Estados Unidos 94. De cómo regresó a su querido Boca y se pintó una franja dorada en el pelo. De cómo colgó las botas ante River. Y de cómo se despidió del deporte que amaba con toda la Bombonera puesta en pie.
Especialmente para el recuerdo quedó la hazaña que el Pibe de Oro legó en el antiguo Imperio Azteca. Aquella “recorrida memorable”, que cantó Víctor Hugo Morales, “para dejar en el camino a tanto inglés” y convertir al país “en un puño apretado gritando por Argentina”. La mejor narración de todos los tiempos para el mejor gol de todos los tiempos. Unos minutos antes, el Barrilete cósmico había alzado su brazo izquierdo, la mano de Dios, para colar en la portería que defendía Peter Shilton otra de las jugadas más icónicas de la historia del fútbol.
Porque es así. Si por algo se ha perpetuado Diego Armando Maradona en el corazón de sus compatriotas es por conseguir, literalmente, ganar en el terreno de juego para Argentina —una tierra tan castigada por la miseria, la delincuencia y la corrupción— la contienda que su país había perdido humillantemente contra Inglaterra en las Malvinas en 1982. Un héroe de guerra en el césped.
Pero por encima del misticismo de este asceta del cuero, por encima incluso de esa incomparable habilidad futbolística, hay algo que todos los compañeros que ha tenido Diego siempre han destacado de él: lo buena persona que era. Por poner algunos ejemplos, a Goikoechea lo perdonó pese haberle dejado cuatro meses fuera del verde, se puso la camiseta del Granada junto a sus dos hermanos en un partido benéfico y se volcó en las campañas contra la droga, sabedor de los devastadores estragos que esta tiene para la salud.
De hecho es esa generosidad la que provocó que se dejara rodear de personajes mediocres, desde presuntos amigos hasta capos de la Camorra napolitana y narcos colombianos —sin duda alguna la mayor equivocación que ha cometido en sus 60 años de vida—, que sólo se aprovechaban de él mientras lo convertían en ese funesto personaje que ha devorado el final de su carrera y que lo ha hecho aborrecible, por no decir abominable, para una juventud que no lo ha visto jugar. El único mérito en la vida de todos estos sujetos ha sido contribuir a que a un semidios, sobre cuyas espaldas cargaron las esperanzas de todo un país cuando solo tenía 18 años, lo haya terminado por frenar su inmenso pero delicado corazón. Ninguno de ellos tendrá jamás perdón.
Agradecimiento será lo que sí tendrán sus millones de incondicionales: todos aquellos que se quedaban impactados por las maravillas que el 10 sembraba sobre el césped. Un futbolista eléctrico, virtuoso, deslumbrante, impetuoso y descarado. Una magia desencadenada que seguirá adornando cada rincón, cada campo, cada barrio donde su recuerdo vea una pelota, aquella que nos aseguró que “no se mancha”, para la que continuará desempolvando su talento infinito y su carácter volcánico.
Solo alguien tan irreverente como él podía haber conseguido que el Estadio de San Paolo, por siempre su templo y al que a partir de ahora dará nombre, alentara a la albiceleste en un partido contra Italia en las semifinales de un Mundial que organizaba el propio país transalpino. En la final, que se disputó en Roma, descargó toda su furia ante los italianos que silbaban el himno argentino —los llamó “hijos de puta”—. Una afrenta intolerable para un devoto de su patria.
Todo eso y más era Diego. Un duendecillo travieso, como el propio Carlos Gardel. A ambos artistas los unió el director Rodolfo Pagliere en aquella película llamada El día que Maradona conoció a Gardel, recreando una escenificación de cómo hubiera sido una reunión entre el simbólico dúo. Ahora, los dos astros podrán protagonizarla de verdad. Dejarán charlas interminables, compartirán anécdotas deliciosas y contemplarán desde el más allá cómo todo el mundo llora por sus ausencias a la espera de reencontrarse con ellos. Porque ha muerto el hombre, pero ahora nace el mito. Y una cosa es segura: es para la eternidad. Como la canción que le dedicó Andrés Calamaro:
“Maradona no es una persona cualquiera
Es un hombre pegado a una pelota de cuero
Tiene el don celestial de tratar muy bien al balón
Es un guerrero
Es un Ángel y se le ven las alas heridas
Es la Biblia junto al calefón
Tiene un guante blanco calzado en el pie del lado del corazón”
Que D10S nos bendiga.

Jefe de Opinión de EUSA News. Estudiante de Cuarto de Periodismo.