Opinión: Lo que no haría Azaña

El uso partidista y arbitrario de la Memoria Histórica se ha convertido en un arma arrojadiza que impide la concordia que se intentó fraguar en la Transición
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Manuel Azaña, presidente de la Segunda República. Fotografía | El Independiente

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No hay tema que comporte más polémica en este país, fútbol aparte, que la llamada Memoria Histórica. La Guerra Civil abrió una profunda herida en la sociedad española, que se prolongó con la represión de los ganadores del conflicto a los derrotados durante  la Dictadura, y que trató de ser cicatrizada con la Transición hacia la Democracia. Aquella decisión del Partido Comunista, uno de los perdedores de la contienda, de enterrar el hacha de guerra y apostar por la política de reconciliación nacional, sumada a la de las Cortes Franquistas, muerto ya el Dictador, de aceptar que únicamente disolviéndose y afrontando ese pacto transversal se podría lograr una paz y una concordia en toda la nación, permitió ese tránsito “de la ley a la ley”, como decía Torcuato Fernández Miranda, hacia la etapa actual.

Sin embargo, con aquella Ley de Memoria Histórica, que aprobó el Gobierno de Zapatero, volvieron las viejas rencillas del pasado. Es sano, y además lógico e imprescindible para una democracia madura, que los descendientes de los fallecidos en un conflicto armado puedan darle una sepultura digna a aquellos ancestros cuyos cadáveres se fueron agolpando en cunetas por la intensidad por los combates.

Lo que por el contrario no contribuye a la salud de un régimen de libertades es utilizar la historia de un país como arma arrojadiza contra el adversario político, sobre todo cuando es referente a un pasado trágico. Después de que la derecha llevara varios años recriminando a la izquierda la utilización selectiva que esta hacía de la historia para dividir a los españoles entre buenos y malos, ha optado por atravesar la misma senda retirando del callejero de Madrid, curiosamente en aplicación de esa misma Ley de Memoria Histórica, los nombres de dos de los más ilustres miembros de la historia del Partido Socialista: Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto.

Ciertamente, ambos dirigentes socialistas representan a dos de los personajes más controvertidos del siglo XX en España. Francisco Largo Caballero pasó de ser uno de los baluartes de la lucha obrera en este país, y ahí están sus avances como ministro de Trabajo durante el primer Gobierno de Azaña, a convertirse, como él mismo se vanagloriaba, en el Lenin español, alentando una suerte de recreación de la Revolución de Octubre a la ibérica en el 34 —lo que se convertiría en un golpe de Estado contra la República—. Luego, ya en el exilio en Francia, fue capturado y torturado por la Gestapo y hecho prisionero en el campo de concentración nazi de Sachsenhausen.

Mientras que Indalecio Prieto transitó entre el ala revolucionaria y la reformista del PSOE, lo que le valió enfrentamientos tanto con el propio Largo Caballero como con Julián Besterio —máximo representante de la facción moderada del partido en aquel entonces—, y contribuyó a la democratización de una fiscalidad justa para el país. Pero también es el mismo que se presentó en el Congreso de los Diputados con una pistola, el que estuvo al mando de La Motorizada —responsable del asesinato a Calvo Sotelo— o el que colaboró con Negrín —al que luego echó del PSOE— para el traslado del oro del Banco de España a Moscú. Ya en el exilio, negoció infructuosamente con Juan de Borbón, padre de Juan Carlos I, la restauración de la Democracia, lo que suponía tener que renunciar a sus principios republicanos. En sus memoria, escritas en México, pidió perdón a la nación por haber contribuido a aquel clima de crispación que desembocó en la última guerra vivida en este país.

Una semana después, el Partido Socialista, paradójicamente apoyado en la iniciativa por el Partido Popular, ha anunciado la celebración de un homenaje a Manuel Azaña por parte del Congreso el próximo 3 de noviembre, al que únicamente se ha opuesto Vox, el partido más frontalmente en contra de todo lo vinculado a la Memoria Histórica.

No es ningún secreto que Manuel Azaña, símbolo de la Segunda República, gran intelectual y político también controvertido —en su historial están tanto la regeneración democrática en España en los 30 como su también participación en la perversión del régimen republicano—, nunca atrajo la simpatía de los sectores más revolucionarios del PSOE. A alguien como él, de corte reformista e integrador, le espantaba la línea de violencia y crispación que la radicalización de los socialistas suponía para la República. “No quiero ser presidente de una República de asesinos”, dejó dicho.

Sin embargo, a Manuel Azaña, tan grandilocuentemente mencionado por Pablo Casado para criticar al Gobierno —también lo utiliza cínicamente Pedro Sánchez, como cuando reprodujo en el Congreso el discurso de Azaña de “Paz, piedad y perdón” del 18 de julio del 38 en Barcelona—, a pesar de sus diferencias con los socialistas, jamás se le hubiera ocurrido retirar del callejero de Madrid los nombres de Prieto y Largo, como sí ha hecho el partido que comanda el líder la Oposición.

El que fuera presidente de la Segunda República, ya acabando la Guerra y viendo próxima la derrota, afirmó en una ocasión: “La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban”. Aquella frase servía para sintetizar claramente hasta qué punto entendía no que se produjera un golpe de estado militar, de ahí la ilegitimidad del Franquismo, sino que media España lo apoyara.

Y es que a algunos de esos españoles que se sumaron a la sublevación por  mera oposición ideológica al Frente Popular o porque estaban en determinada zona del país en el momento de la insurrección, pero que no eran fascistas como sí eran Yagüe (el carnicero de Badajoz), Mola (el cabecilla del golpe de Estado), Blas Piñar (líder de la ultraderechista Fuerza Nueva) o Girón de Velasco (el siniestro león de Fuengirola), también les han despojado calles y monumentos. El último de ellos, del estadio del Cádiz, el nombre de Ramón de Carranza.

A este paso, lo mismo algún día también les quitarán calles a Unamuno, por apoyarla inicialmente —luego se arrepintió cuando intuyó el totalitarismo en el que se convertiría—, o a Melchor Rodríguez, por socorrer a heridos de la Guerra fueran del bando que fueran, siendo anarquista, e interceder para la rendición final de Madrid.

La historia está para conocerla y aprender de ella, para saber exactamente el qué no se debe repetir. Agitando esos viejos fantasmas, tanto por un bando como por el otro, solo se consigue contaminar el aire de ese ambiente frentista de crispación que acaba por convertirse en una espiral irresoluble.

En el último artículo hice referencia a algunas de las acciones cometidas por Companys durante su periodo como president de la Generalitat. Actualmente, su nombre está escrito en 265 calles en Cataluña. Allí, incluso el Estadio Olímpico de Barcelona lo lleva. Pero también existen calles con su antropónimo fuera de la región del nordeste de España. Aplicar la misma doctrina sobre todo el mobiliario urbano que lleva el nombre de Companys supondría el mismo acto de irresponsabilidad que el que está a punto de perpetrar el Ayuntamiento de Madrid.

Actualmente estamos a las puertas de la aprobación de una nueva Ley de Memoria Histórica, esta vez llamada de Memoria Democrática, una vuelta de tuerca más a la que ya se aprobó en tiempos de Zapatero. Su contenido, en palabras de Carmen Calvo, está pensado para “homologar a nuestra democracia con las de otros países que también han tenido que reconocer situaciones traumáticas parecidas”. No obstante, conociendo los precedentes y la utilización que se acaba siempre haciendo de la historia en este país, cuando más de uno del actual Gobierno ni la conoce (ABC), apunta a ser otra herramienta de confrontación. Justo lo que no haría aquel al que el partido de la vicepresidenta primera del Gobierno quiere homenajear. Justo lo que no haría Azaña.

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