OPINIÓN: Elipsis

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Hay momentos en los que parece que el mundo se vuelve loco y cada información que trasciende no hace sino alimentar esa idea. Reputados representantes de cada corriente ideológica luchan por conquistar para su causa a la opinión pública, mientras quienes ostentan el poder se entretienen en jugar con unos hilos que apenas entrevemos. En las crisis suele llegar un momento en el que nos preguntamos a quienes sirven realmente los servidores públicos y por qué conceptos como honestidad y altruismo hoy suenan a novela de caballería, a utopía buenista y naif. Pagamos sueldos desorbitados a los miembros de una clase política entregada en cuerpo y alma a decepcionar a sus electores: corrupción, endiosamiento, incumplimiento reincidente de promesas varias,… Hemos alcanzado un punto en el que la palabra democracia se pronuncia con escepticismo y un toque de ironía.

Las crisis se suceden y la decepción no le va a la zaga. Planteamientos pueriles y triunfalistas se alternan con pantomimas panfletarias y arengas irresponsables. Los empleados públicos, que deberían sacar adelante el país, tan solo tiran de él en direcciones opuestas. Cuando finalmente se unen, nos queda la duda de por qué.

Día tras día luchamos contra la propaganda y la falta de civismo político, contra la deriva de una sociedad liderada por gente que, en vez de sumar y multiplicar, resta y divide. Sobre todo, divide. Pero no pasa nada. Hemos asumido que es gratis. Hemos asumido que no podemos aspirar a nada mejor. Lo que es peor, casi hemos asumido que es normal. Y es así como, paso a paso, el mundo se vuelve, efectivamente, cada vez más loco.

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